Se acerca diciembre. Eso pasa cada doce meses, inexorablemente, podríamos decir. Sin embargo, bajo la piel de este diciembre palpitan otros, algo lejanos, pero a los que se les puede tomar el pulso y constatar su vida mediante sus latidos, lejanos pero regulares. Si uno para la oreja, si uno acerca la cara al asfalto, si uno trata de indagar en el viento, lo siente.
"A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos", escribió alguien con maestría. Quién sabe. Más allá de que este diciembre caliente que se asoma no sea un segundo hemisferio calcado del primero, hay semejanzas. Y también certezas: hemos aprendido algunas cosas. Esta vez, trataremos de equivocarnos menos; es decir, de acertar más.
Porque esta vez diciembre deberá ser definitivo e irrevocable.
***
dos
mil uno
En los
últimos días de aquel año,
esta
calle era más ancha.
Entonces
sobresalían rieles, adoquines.
Y había
una casa. Y su escalera interminable.
En esa
calle, en esa casa
viví.
Camino
con mi hijo de la mano. Tal vez
él no
escuche cómo tose su canción ahora mismo
el
Polaco Goyeneche, ni vea el humo subiendo por Caseros. Sé
que en
esta calle caminé con otros.
Y quién
sabe dónde, ahora... Pero entonces
tirábamos
piedras a caballos, y acertábamos.
Con
otros sumé tablones a una hoguera
que derritió
el asfalto para que asomen viejas vías.
Mi pibe
mira indiferente esa escalera interminable, me tira de la manga.
(Acá
subí de dos en dos; acá, también, cuesta abajo,
cargué
en un flete, solo, mi cama alguna vez.)
En esa
calle en que hubo un sacramento de gases, perdigones,
mi hijo
me reclama que sigamos viaje; que por qué me quedé ahí,
como
estaqueado. Y yo
miro
callado esta vidriera de quiniela, la memoria,
sin
saber muy bien qué número buscar.
(Acá
viví, acá
gasté
mis desvelos; acá le pedí fiado a la suerte, algún diciembre;
acaso
para que pueda guiarme, ahora, un crío de la mano,
como de
la mano íbamos entonces con otros,
improvisando
canciones y banderas;
acaso,
para
que estés nacido).
Caminamos,
nomás.
Mariano Garrido