"El crimen fue en Granada", dijo sobre él otro poeta. La sombra que camina entre fusiles, la saeta que dibuja versos en cuadernos con flores, el hombre que defiende la causa de la República. ¿Cómo fueron las horas finales de Federico García Lorca? ¿Quiénes lo empujaron a su sentencia? ¿Cuántos callaron el crimen? ¿Quiénes lloraron su ausencia?
por Mariano Garrido
Revista Sudestada; año 8, nº 80 - julio de 2009
I
Es España. Año 1940. Un testigo casual declara ante un magistrado.
“En Granada a nueve de Marzo del mismo año siendo la hora señalada ante el Sr.
Juez y ante mí el Secretario compareció el testigo Don Emilio Soler Fernández de
esta vecindad; (…) dijo: Que el día veinte de Agosto de 1936, en ocasión que
iba el declarante por la carretera de Víznar a Alfacar, paseando con su amigo
Alejandro Flores Garzón, encontraron el cadáver de un hombre y acercándose y
examinándolo observaron, sin duda alguna, al que en vida se llamó Don Federico
García Lorca, el cual a juzgar por las heridas que presentaba, falleció en
hecho de guerra. (…) Leída que le fue se afirmó y ratificó y firma con Su
Señoría doy fe”.
España bajo Franco. Casi treinta y cinco años de dictadura por
delante. La guerra ha terminado ya, y eso permite un mayor despliegue de cierta
burocracia que intenta acomodar los papeles en ese nuevo escenario. Dos años y
medio después de asesinado el poeta, era ya tiempo de extender oficialmente su
certificado de defunción. La muerte a granel también tiene su expresión
administrativa. Sellos, informes, listados y planillas la regulan y registran.
Allí un osario común; por ahí una ejecución en masa; más acá un poeta fusilado.
Por ahora no habrá de publicarse; certifíquese y archívese.
II
La historia termina mal, como es sabido. Y para peor, empieza por
el final. Con un poeta asesinado. Está dicho: en esta historia la belleza de
una azucena sucumbe ante un tropel de botas y sus pisotones marciales. En esta
historia no triunfa el amor. En esta historia, tal vez de una manera
manifiestamente absurda o patentemente real, toda la sensibilidad que cabía en
un frágil poeta es atropellada y hecha añicos por un racimo de animales; por un
puñado en el que estaba milimétricamente representado todo lo que en España
había de primitivo, de tosco, de irracional. En esta historia triunfan de
momento las Escuadras Negras de Falange, esa banda que detrás de su sadismo portaba
la planificación maquinal y matemática de la muerte, el latrocinio, el
sometimiento de las mayorías en beneficio de la España propietaria.
Está dicho: la historia termina mal, como suele ocurrir en la
vida. Por eso, por ser vívida tragedia, está llamada a perdurar y ser
recordada.
III
Ha llegado el
momento. Es España. Es 1936. Es febrero, día 9. Es domingo pero no se descansa.
Es de noche. Y es hora. Un joven surge entre la multitud que come, bebe, fuma,
conversa. Se erige entre la concurrencia. Logra con cierto encantamiento un
silencio inimaginable en medio del banquete. “Partidos a quienes separan considerables divergencias de principios,
pero defensores todos de la libertad y la República, han sabido sumar sus esfuerzos
generosos en un amplio Frente Popular”. Lee con firmeza. No es un tribuno,
pero sí un orador. “Faltaríamos a nuestro
deber si en esta hora de auténtica gravedad política, nosotros, intelectuales,
artistas, profesionales de carreras libres, permaneciésemos callados sin dar
nuestra opinión sobre un hecho de tal importancia”. No es un actor
profesional, pero sí un gran conocedor de lo escénico: sabe atraer con justeza
la atención del público. Lee sin exagerar. No hay impostación en sus palabras.
Tono ecuánime, pulso certero. “…buscamos
que la libertad sea respetada, el nivel de vida ciudadano elevado y la cultura
extendida a las más extensas capas del pueblo”. La concurrencia aplaude. A
su lado, Rafael Alberti, joven poeta y reconocido militante comunista de la
cultura, lo saluda. El orador se sienta y retribuye abrazos y felicitaciones.
Hay cierto entusiasmo en el ambiente. El momento de España y del mundo se
muestra como decisivo. Y Federico, que acaba de leer un manifiesto convencido
de lo que leyó, no se desentiende ni de ese momento, ni de su España, ni de su
mundo. Ha llegado el momento[1].
IV
Desde una
visión cómoda del arte, muchas voces se han levantado y se levantan en pos de
concebir lo artístico como algo extraño (o hasta opuesto) a la lucha social o a
la búsqueda de justicia. Sin ser un militante partidario, Federico García Lorca
supo entreabrir las ventanas de su teatro y su poesía a los ecos que venían de
la calle. En su obra dejó lugar para que se cobijaran ritmos y cantos
populares, reminiscencias y alusiones a lo gitano, canciones y paisajes
andaluces. No era Lorca un folklorista: cabe señalarlo como poeta refinado. Se
nutría de lo popular, y lo incorporaba a su obra de manera estilizada, recreado
plásticamente. Su mundo gitano tiende menos a lo costumbrista que a lo
maravilloso (“…Con la sombra en la
cintura/ella sueña en su baranda,/verde carne, pelo verde,/con ojos de fría
plata”). Pero en su exquisitez, su carácter integral de músico y dibujante,
de poeta y dramaturgo, de orador académico y divulgador, no rehuyó a los
llamados que desde fuera de su universo literario y mágico venían. “En este momento dramático del mundo, el
artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas, y
meterse en el fango hasta la cintura para buscar las azucenas”. Así hablaba
Federico ante Luis Bagaría, famoso ilustrador y periodista del diario madrileño
El Sol. Corría el año 1936, y el
momento de España y del mundo hacía que sólo el más mezquino narcisismo
evadiera a cualquiera, hombre de a pie o artista, de los sucesos que se
desplegaban. El Frente Popular se hallaba flamantemente en el gobierno e
insinuaba algunas reformas. La derecha se agazapaba para dar el golpe. Italia y
Alemania, con Mussolini y Hitler, aguardaban con interés y miedo el futuro de
la burguesía española y su representación en las agrupaciones derechistas. La
revolución soviética de octubre era mucho más que un fantasma, y Europa tal vez
le quedase chica. Para ese tiempo, Lorca escribía, pero también firmaba
manifiestos: como el que encabezó con su nombre y leyó en el homenaje a Rafael
Alberti y María Teresa León en febrero del ’36, días antes de las elecciones en
que triunfaría el Frente Popular al que adhirió; como otros documentos de los
Amigos de la Unión
Soviética, entre los que se encontraba; como varios
llamamientos antifascistas de escritores e intelectuales contra la prepotencia
de Italia en Etiopía y de Alemania en su propio suelo. Lorca firmaba
manifiestos, pero también escribía: sin transitar por la literatura
testimonial, luchaba desde su obra contra lo arcaico y primitivo de esa España
que pugnaba por zafarse del oscurantismo, la tradición opresora, el machismo
secular, la represión sexual. Eran esos los tiempos en que Lorca vivió y
escribió.
Eran tiempos convulsionados,
donde la indiferencia y la complicidad se parecían, como siempre. O tal vez
más.[2]
V
En la década
del ’30 Granada es una ciudad no muy grande. La provincia tampoco lo es, y a
decir verdad, España no se diferencia del todo en eso. Algunos sacudones parecen
agitar los pilares ancestrales de esas tierras. Rebeliones obreras, de
campesinos y mineros. El eco de Casas Viejas y el de Asturias martillan
todavía. Se ven aún las trazas de la experiencia inconclusa y con serios
límites de la República
del ’31. Un hombre entre muchos se pasea por Granada. No es poeta. Es diputado.
Es ex obrero tipógrafo, y con nulo interés de volver a serlo. Obnubilado por un
ascenso individual, y con una sed particular de protagonismo, este dirigente
esparce tinta, pero ahora como autor de artículos y arengas. Miembro de la
agrupación derechista y católica Acción Obrerista, mezcla una prédica de
exaltación de lo proletario con una verba desvergonzadamente anticomunista. “Cuando se desencadenó la tempestad sobre
nuestra querida España y el marxismo atracó las conciencias proletarias…” dice
evitando equívocos sobre su posición en el inicio de una de sus habituales
diatribas. Y en el final de ese mismo artículo, para aclarar eventuales dudas, llama
a los socialistas “sanguijuelas que chupan la sangre noble de los
trabajadores”. Como es lógico hacer con las sanguijuelas, reclama que éstas
sean extirpadas. El vehículo de diseminación de sus estrafalarios y agresivos ensayos
es el diario católico Ideal, en
Granada. Alguna vez este diputado había ingresado como obrero en los talleres
de su casa matriz, el diario nacional El
Debate. Pronto, a base de una ausencia de escrúpulos con la que suplía la
falta de talento, se halló escribiendo editoriales para la derecha
fanático-religiosa del sur de España. Este hombre, que escaló luego de
plumífero a diputado, se pasea ahora por las calles de Granada desperdigando su
odio a los “rojos” y su rencor hacia la República.
Sus fanáticas alocuciones son objeto de risa en Granada: los
intelectuales y muchos obreros, incluso hasta dirigentes de la derecha misma, se
burlarán más de una vez de este personaje. Ahí
va el “obrero amaestrado”, dirán de él, reduciéndolo a mascota. Acontecimientos
posteriores harán alejar su nombre de cualquier humorismo. Ramón Ruiz Alonso se
llama; el que fue obrero, y decidió dejar de serlo. El que fue periodista, o
mejor, editorialista a sueldo. El que ahora es diputado. El que nunca fue
poeta. El que escribe cuartillas contra los mineros presos o fusilados en la
rebelión de Asturias. El que se verá involucrado en combates callejeros contra los
trabajadores de izquierda. El que tendrá en su haber, nada menos, que ser
partícipe del crimen de un poeta.[3]
VI
Es 1936. Es
febrero, día 9. Es domingo, pero no se descansa. Falta una semana para los
comicios. Esa noche, el poeta dará su discurso en apoyo al Frente Popular. El
ex obrero tipógrafo tampoco descansa: esa mañana presidirá un acto de la C.E.D.A. (Confederación
Española de Derechas Autónomas), expresión electoral de la reacción
nacional-católica a la cual adscribía. José María Gil Robles, líder de la coalición
hablará en un teatro madrileño. Su voz se replicará por radio hacia otros cines
y teatros en esa ciudad y en otras tantas. Uno de esos actos encontrará a Ramón
Ruiz Alonso siendo telonero de la voz del Jefe, como solía llamarlo y nombrarlo
por escrito; así, con mayúsculas. En el capitalino cine Goya, Ruiz Alonso presentaba
la voz de Gil Robles reclamando atención: “¡Españoles!
Os va a hablar el Jefe. Él tiene un programa para salvar del caos a esta España
que se nos resquebraja y hunde”. Y pedía a la concurrencia que elevara los
ojos “a las alturas” para contemplar “el espectáculo que os dan vuestros
dirigentes”. Este ex obrero no vacila en deshacerse en alabanzas a sus
líderes. Lo inspira el fanatismo, pero no menos la ambición. Había perdido
recientemente su banca como diputado ante la disolución de las Cortes en una de
las últimas medidas del gobierno derechista de 1933-1935. Por eso hace campaña
para renovar su condición de legislador en los nuevos comicios y mantener su
renta como tal. Es bien conocida su capacidad de maniobra para acomodarse en el
ámbito político. Esa actitud lo llevó, dentro de las derechas siempre, a
pasarse de partido más de una vez y a coquetear con Falange, deshaciendo acuerdos
anteriores con la C.E.D.A.
en beneficio propio. Ahora es febrero, y Ruiz Alonso recorre en campaña Granada,
finalmente como candidato de Gil Robles. Va en busca de una banca para impedir
el avance rojo de la anti-España; pero también en busca de un sueldo, ése que
le evite volver a ser un obrero como aquellos a quienes dice defender del
“peligro marxista”.[4]
VII
El poeta se
halla en Madrid. La tensión que se vive no impide la reunión, y en su casa, Pablo
Neruda anima la velada. El clima político no es promisorio. Se habla con cierta
preocupación sobre lo que pueda pasar. El golpe es inminente, y el vacilante
gobierno republicano no lo ve, o no quiere verlo. Al triunfo electoral del
Frente Popular por casi un millón de votos, lo había sucedido el fervor de las
masas, pero también una ola conspirativa del fascismo español que no se molestaba
en ocultarse. Es primavera aún, y mientras Federico cena con amigos en Madrid,
Radio Valencia es asaltada por un comando falangista que a viva voz anuncia una
inminente “revolución fascista”. Esa noche, el poeta no hace brillar en su
semblante la gracia habitual. No entretendrá a la concurrencia con el piano.
Algo elucubra; algo murmura. “Volveré a
Granada”, le escuchan decir. Es 11 de junio. Dos días después se subirá a un
tren en viaje definitivo hacia su ciudad natal. El retorno de Lorca no pasa
desapercibido. La primera plana del diario liberal El defensor de Granada lo anunciará al día siguiente en su portada.
La mañana del 14 de junio Federico llega, y se instala en la Huerta de San Vicente,
propiedad y hogar de la familia. Este hijo dilecto de Granada, famoso por
entonces, acaparaba odios y cariños en su suelo. Su reconocimiento era masivo
en España y en América Latina, en especial en Buenos Aires y México. En su
tierra, como es de esperar, la reacción y el conservadurismo lo aborrecen. Un
poeta delicado, un adherente a La
República, un homosexual… Cualquiera de estas acusaciones,
por sí misma, alcanzaría para acreditar la condición de indeseable ante cierta
España pueblerina y añeja. La sumatoria resulta intolerable. Pero el encono
entre esa España vetusta y el poeta es recíproco. En una entrevista, Federico
ha dicho recientemente que en Granada, aquella que hace cinco siglos expulsó a
los moros y aún lo festeja, “se agita
actualmente la peor burguesía de España”. En esa Granada el poeta descansa
ahora, en la casa familiar, creyéndose más seguro allí ante la inminencia del
golpe fascista. El 18 de julio era su santo, San Federico, y lo quería pasar,
pese a todo, con los suyos. La peor burguesía de España tenía planes bien
diferentes a los festejos familiares. Tardaría unos días en llevarlos del papel
a los hechos. La peor burguesía de España pronto confirmaría serlo.[5]
VIII
Lorca sigue en
Granada; por ahora, escribiendo y descansando. Ha terminado recientemente el
manuscrito de una pieza teatral, La casa
de Bernarda Alba. En ella se plasma un clima de cerrazón, misoginia y
represión, padecido en la trama mayormente por la joven protagonista, y en la
realidad de pueblo chico, por cualquiera de las mujeres; todo delante de un
trasfondo teatral de propietarios en decadencia. Los apellidos y nombres de esa
obra tenían, para indignación de los locales, referentes reales en Granada: los
Alba eran vecinos, y peor aún, parte lejana de la familia Lorca. Si bien la
obra no se ajustaba al género biográfico, aquellas alusiones habían trascendido
prometiendo escandalizar a los afectados. Pero en Granada no sólo está el poeta
con su obra. Recorre la ciudad también un ex obrero. Ruiz Alonso ha regresado
allí unos días antes que Federico como parte de los preparativos de la
sublevación militar. Mientras el poeta trabaja sobre los que serán sus últimos
papeles, Ramón Ruiz Alonso y dos laderos se preparan con sigilo de alimaña para
entrar fugazmente en esta historia.
IX
Es San
Federico; es 18. Pero fundamentalmente, es el golpe. Las vacilaciones de La República hacen que la
sublevación fascista sea una novedad sólo para algunos de sus funcionarios. En
Granada, el General republicano Miguel Campins, que se oponía a amar a las
organizaciones de izquierda y consideraba fieles a los miembros de su escolta,
es arrestado por ella y fusilado en Sevilla por orden de Queipo de Llano. Similar
destino corrían ya decenas de andaluces, que pronto serían cientos, y en meses,
miles. Intelectuales, obreros, concejales son detenidos por igual. Uno de ellos
es el alcalde de Granada, el socialista Manuel Fernández Montesinos. Es además
esposo de Concepción García Lorca, la hermana del poeta. El régimen del terror
que se había impuesto con rapidez en el sur de España, en tres años acabaría
con más de cinco mil granadinos en base a “paseos” y paredones. El “nuevo
orden” de Falange y la derecha había llegado. El poeta está aterrado. A las
noticias de los crímenes que militares y grupos de apoyo civiles van
perpetrando, se suma un llamado telefónico que ha instalado en la Huerta de San Vicente un
augurio funesto. Un amigo le ha advertido a Federico que corre serio peligro. En
cuestión de horas, el rumor es confirmado por la visita de una milicia falangista
que requisará la casa. El operativo es temerario: lo dirige el capitán Manuel
Rojas Feigenspán, conocido fusilador de obreros. La presunción de delito es
delirante: se sospecha del poeta por ocultar un radio clandestina para mantener
contacto con la Unión Soviética.
La escuadra se va con las manos vacías en esta ocasión. De todos modos, el
poeta sabe ya que se halla en la mira. Se debatirá entre huir de allí, con el
riesgo que ello implica si es descubierto, y quedarse. Hará esto último.
X
Es habitual la
lectura que busca analogías entre esta historia y la de las tragedias clásicas:
el héroe que intenta huir de un destino, y no hace más que acercarse a él con
cada paso. Lorca va desde Madrid, última ciudad en caer en manos de los
Nacionales, hacia Granada, una de las primeras en ser tomadas. El enemigo lo
acecha, y no huye. Las premoniciones anteriores parecían haberlo traicionado.
Pero el presentimiento de una nueva visita de los falangistas en la Huerta, no; y da paso a la
certeza. Tres días después de la primera visita, un nuevo grupo de choque vuelve,
y no sólo a inspeccionar el lugar. Los hombres llegan (entran a los empujones e
insultan a los presentes). Los hombres exhiben armas (como es habitual en estos
días de impunidad derechista). Los hombres muestran coraje (ellos son doce, y
es fácil amedrentar a los interrogados). En esta nueva escuadra están los
hermanos Roldán, primos lejanos del poeta. Se mostrarán igualmente fanáticos y
violentos que el resto. El grupo busca a unos familiares de los caseros que
trabajan allí, no al poeta. Pero no dudarán al verlo. Algunos se entretendrán
con él. Lo empujarán. “Maricón”, le gritarán con odio y con desprecio, con un
insulto de los peores que ellos conciben en su España tan viril, y en su patota
tan marcial. Le darán unos golpes, lo humillarán delante de los suyos. Antes de
irse, prometerán volver por él. Con eso se contentarán por ahora. En la casa
han dejado un tendal y una amenaza. El poeta no puede seguir allí. Trata de
pensar con frialdad, y no lo logra. Debe salvar el pellejo; de eso se trata. Otra
vez pensará y descartará fatalmente la posibilidad de pasar a zona republicana.
Pensará en acudir a un amigo. Lo llamará. Luis Rosales es poeta. Dos de sus
hermanos, José y Miguel, son antiguos falangistas; también Luis lo es, aunque
recién llegado, y –dicen- menos por convicción que por sentido de la
oportunidad. Tal vez los Rosales sean un último recurso. Luis Rosales lo
ayudará: no duda en llevar a Federico a su casa y mantenerlo oculto allí. Han
sido horas agitadas. Es nueve de agosto, y el poeta se despide de la Huerta y de los suyos por
última vez.
XI
Un
terrateniente, un ingeniero, un ex diputado ultracatólico. Tres miembros
civiles voluntariamente encuadrados en un grupo de choque. El terrateniente,
Luis Trescastro Medina, reconocido señorito tan adinerado como machista y
bravucón. El ingeniero, Luis García Alix Fernández, además abogado, además
derechista fanático. El tercero, Ramón Ruiz Alonso. Los tres habían sido miembros
de la C.E.D.A.. Ahora
los tres caminan por la ciudad como viejos falangistas: luciendo sus emblemas, alguno;
portando armas, otro. Los tres, olvidando pasadas diferencias orgánicas y,
sobre todo, ansiando congraciarse con las nuevas autoridades de Falange,
facción que se viene imponiendo dentro del campo Nacional. Los tres se detienen
en la puerta de una casa céntrica, apenas a unas cuadras de la gobernación. (“Los caballos negros son./Las herraduras son
negras./Sobre las capas relucen/manchas de tinta y de cera”). No son los únicos en esa calle. Otros
más vienen cerca, escoltándolos. (“Tienen,
por eso no lloran,/de plomo las calaveras./Con el alma de charol/vienen por la
carretera”). La calle está repleta de soldados con el arma desenfundada.
Los hay de a pie, en un carro, en las azoteas vecinas; los hay soldados, colaboradores,
guardias civiles. (“Jorobados y
nocturnos,/por donde animan ordenan/silencios de goma oscura/y miedos de fina
arena”). Tres golpearán la puerta; no la derribarán por ser la casa de un
falangista, y uno superior en rango. Parlamentarán con una mujer, única de la
familia en la casa.
Esperanza
Rosales Camacho, madre de Luis Rosales, los atenderá y demorará todo lo posible.
El operativo es digno de un enemigo que posee un gran poderío de fuego. Quien
está dentro es un simple poeta, que ahora siente el abismo de la muerte; que
tras las cortinas vislumbra a esa muerte a la que algunas veces le cantó, y
ahora lo espera. La señora Rosales parlamentará con los tres que parecen
dirigir el operativo. Ellos piden que entregue a Federico. El comandante Valdés
Guzmán, gobernador civil de facto, emitió la orden de detención. Alguien había
denunciado al poeta. La peor burguesía de España tenía una estrecha mente
pueblerina, un acentuado fanatismo religioso, pero también un minucioso sentido
de revancha. Horas después, horas que gana la familia Rosales en negociaciones
que no prosperan del todo, Ramón Ruiz Alonso, el ex obrero, junto a dos que lo
secundan, y otros más que se han sumado a la cacería, partirán de esa casa
rumbo a la gobernación con el poeta prisionero. (“¡Oh ciudad de los gitanos!/La Guardia Civil se aleja/por un túnel de
silencio/mientras las llamas te cercan”).[6]
XII
Es de noche. Día 16 de agosto. Son horas de negociaciones en la
gobernación. Se peticiona para que se deje libre al poeta; pero no solamente
eso se pide. Pesaba una acusación algo disparatada, probablemente una simple
excusa para ajustar cuentas. Pero un disparate, proviniendo del falangismo en
el poder, podía acarrear complicaciones severas. Se acusa a Lorca no sólo de ser
un poeta “rojo”, sino también “enlace de los rusos”; a los Rosales, de dar refugio,
a un espía. En la sede de la gobernación, ese supuesto agente de Moscú que se
llama Federico, se halla en su celda, temeroso y abatido. El mismo Ruiz Alonso
le había prometido llevarlo para que solamente le realicen “unas preguntas”,
asegurándole que no le pasaría nada. El operativo montado para detenerlo
desmentía esa promesa, y Lorca no lo ignoraba. Pero, ¿quién y por qué lo había
denunciado? Un vecino de los Rosales, Jesús Casas Fernández, militante
reaccionario, en este caso había oficiado como informante amateur. Pero además
y por sobre él estaban los datos arrancados a la hermana del poeta ese mismo
día: por la mañana una escuadra de Falange había estado en la Huerta, esta vez sí buscando
a Federico. Su familia y sus objetos recibieron los malos tratos. Ante la
amenaza de llevarse prisionero al padre de Federico como revancha, alguien en
la casa habla. Su hermana Concepción, cuyo esposo había sido fusilado esa misma
mañana, se interpuso, y confesó que su hermano se hallaba escondido en casa de
un poeta amigo. No tardó la escuadra en averiguar dónde exactamente. Pero esto,
de por sí, no explica el ensañamiento y la persecución. Había algo más. Tal vez
para adquirir relevancia dentro de la sublevación; tal vez para hacer méritos
ante el nuevo gobernador, Valdés Guzmán; tal vez para ascender dentro de
Falange deshaciéndose de los hermanos Rosales… Por cualquiera de estos motivos,
quien había presentado una denuncia escrita en la que se acusaba a Lorca no
sólo de comunista, sino que se deslizaba la absurda idea del espionaje, era el
ex obrero. Seguro de sí, confiado de una pronta recompensa por su actitud
servicial, Ramón Ruiz Alonso marcha ahora jactancioso por las calles de Granada,
con el orgullo estúpido de ser quien denunció y detuvo a Federico García Lorca.
XIII
El día no
parece terminarse en el encierro. Y tal vez sea mejor que no anochezca. El que
está preso es el poeta. Piensa que tal vez haya una chance, una última jugada. Y
tal vez la haya. Afuera los Rosales se mueven. Es un hecho: uno de ellos, José,
ha logrado unos papeles y un aval de peso. Por una parte, un documento que
hacía las veces de descargo para su familia por haber escondido a Federico; por
otra, un salvoconducto para el poeta. José Rosales lleva en sus manos hacia la Gobernación Civil
una orden escrita y firmada por el gobernador militar de Granada, Antonio
Gonzáles Espinosa, autorizando la libertad de Lorca. Llegará con ella a
destino. El gobernador civil, comandante Valdés Guzmán lo recibe. Pero le
comunica que es demasiado tarde: el poeta ya ha sido fusilado.
Arriba, Federico todavía sigue en su
celda, mientras, sin que lo sepa exactamente, se malogra su última baraja. Su
familia enviará más tarde a una criada con algo de comida. Ella sí lo verá, y
lo encontrará muy desmejorado. (“Todas
las tardes en Granada,/todas las tardes se muere un niño”). El que está
preso es el poeta; el que ha mentido es el comandante. (“Los muertos llevan alas de musgo./El viento nublado y el viento
limpio/son dos faisanes que vuelan por las torres/y el día es un muchacho
herido”). La noche es calurosa y tal vez de luna. La noche no se termina
nunca, ni siquiera cuando un coche se detiene en la puerta. (“No quedaba en el aire ni una brizna de
alondra/cuando yo te encontré por las grutas del vino…”). Subirán en él al
poeta, rumbo a un descampado. (“No
quedaba en la tierra ni una miga de nube/cuando te ahogabas por el río.”).
El poeta y la noche se van juntos en un auto. Así de simple. Y el que lo ha
denunciado es un vecino; el que lo ha detenido, un ex obrero; el que ha dado la
orden, el comandante. El que será fusilado es el poeta.[7]
XIV
Un hombre
entra exaltado al bar Pasaje. Es de
mañana. Entra y echa voces, grita alguna cosa. La concurrencia lo mira, y era ése
su objetivo. Se hace silencio. Ahora se escucha mejor. El hombre repite lo
dicho ante algunas miradas de espanto y otros ojos que buscan el piso. “Acabamos de matar a Federico García Lorca.
Yo le metí dos tiros en el culo por maricón”. Luis Trescastro Medina saldrá
de ese bar, y repetirá, impune, esa escena en otros lugares más de Granada.
“Las gargantas de los traidores serán ahogadas en su misma sangre. Pide paso la Nueva España”, diría
por radio unas horas después Ramón Ruiz Alonso. Los dos dicen cosas absurdas,
pero tal vez ninguno de los dos está mintiendo del todo, porque Granada es la
que se ha vuelto absurda. Era 18 de agosto, por la mañana. Con el
consentimiento expreso de Queipo de Llano, esa madrugada un grupo mixto de
civiles y militares había fusilado, previos golpes y humillaciones, a cuatro
personas. En las afueras de Granada, en algún lugar entre Víznar y Alfacar,
yacían tirados al sol, aún sin sepultura y a la vera del camino, los cadáveres
de un maestro de escuela, dos banderilleros y un poeta.[8]
XV
Un manojo de
voces se congrega a un lado del sendero, en algún punto del camino entre los
pueblos de Víznar y Alfacar. El lugar es incierto. También las voces. Voces que
replican versos de un argentino que, se sabe, blindó la rosa (“¡Qué muerte enamorada de su
muerte!/Habitado en violeta y en jacinto…”); versos de un chileno que
compartió con él nocturnos vinos, y que pasan como un soplido triste (“…ante el río de la muerte lloras/abandonadamente,
heridamente…”). Pero también la voz de bronce de un poeta soldado, duro
campesino; la voz de un Miguel curtido que se resquebraja y queda ronca por un
instante (“Como si paseara con tu
sombra,/paseo con la mía/por un desierto que el silencio alfombra,/que el
ciprés apetece más sombría”). Voces como espectros entre Víznar y Alfacar.
Ecos superpuestos. Voces de Antonio que recordará de manera inmortal que el crimen fue en Granada. De Rafael que
llorará al poeta que no tuvo su muerte.
Una visita onírica, como desgajada de su romancero. No el llanto de las tías y
las flores dominicales; las flores se marchitan antes que los versos, y además,
hay que tener dónde depositarlas.
Versos. Tan
sólo versos que lo lamentan en su final y lo exaltan en su vida y en su obra de
poeta. Voces que aún resuenan en el aire de Granada, en ese gran cementerio sin
lápidas ni cruces que pobló el franquismo, en el camino entre Víznar y Alfacar[9].
XVI
La historia
llega al final, donde empezaba. Con un poeta asesinado. El nombre de Ruiz
Alonso es casi un eco indescifrable en esta historia; un ruido sordo. En
cualquier evocación que lo retire momentáneamente del anonimato, tal vez en
ésta, pugna la justeza por que permanezca ignorado, contra la curiosidad de
sacarlo de ese pozo para examinarlo. Pero en toda evocación del poeta en donde
Ruiz Alonso se entrometa, inevitablemente su nombre tenderá a ubicarse,
contiguo o sobreimpreso, a otras palabras como “crimen”, o “asesinato”, o “estupidez”,
o una equilibrada combinación de todas ellas. Probablemente la suya sea otra
historia más de un insignificante buscador de progreso individual. Tan sólo
eso; en su derrotero posterior en la triunfante España franquista, siempre
estuvo relegado a lugares de poca monta. Pero a diferencia de tantas, su fallida
escalada se produjo dentro de una aceitada maquinaria del homicidio. Por agosto
del ’36, justificando la necesidad de la detención de Lorca, testigos
escucharon por entonces en boca de Ruiz Alonso: “…ha hecho más daño con su pluma que otros con sus pistolas”.
Quizás en eso no estuviese del todo errado. La poesía, cuando es verdadera,
nunca es inocua. Y Lorca era nada menos que un poeta.
Según dicen
entendidos, Federico García Lorca es el poeta español contemporáneo más leído
en todo el mundo. Nadie le dedicará a Ruiz Alonso una elegía, ni bautizarán con
su nombre ninguna escuela. Ni una sola de las líneas que escribió será
recordada sino por su ridícula extravagancia y su fanatismo. Sin embargo, el
crimen del poeta, en el cual él incidió activamente, quedó impune. Queda, al
menos, la justicia histórica. Y fundamentalmente queda, sobreviviente y
victoriosa, la poesía.
[1] Cita del manifiesto “Los intelectuales, con el Bloque Popular”;
en Ian Gibson, El asesinato de García
Lorca; 1997.
[2] Poema citado: fragmento de “Romance sonámbulo”, de F.G.L.
Entrevista citada, 10/06/1936, Diario El
Sol; en Ian Gibson, El hombre que
detuvo a García Lorca; 2007.
[3] Artículo publicado en el diario Ideal, 15/10/1933; Ibid. 2007
[4] Ibid.
[5] En el diario El Sol,
artículo citado. Ibid.
[6] Poema intercalado: fragmentos de “Romance de la Guardia Civil Española”, de
F.G.L.
[7] Poema intercalado: fragmentos de “Gacela del niño muerto”, de
F.G.L.
[8] Testimonio citado en Ian Gibson; Ibid; 2007.
[9] Fragmentos citados de los poemas: “Muerte del poeta”, de Raúl
González Tuñón; “Oda a Federico García Lorca”, de Pablo Neruda; “Elegía
primera”, de Miguel Hernández.
Otra bibliografía consultada:
Claude Couffon; Granada y García Lorca,
1962.
Iris Zavala y otros; Historia Social de la Literatura Española; 1983.
Miguel Caballero y Pilar Góngora; Historia de una familia. La
verdad sobre el asesinato de García
Lorca; 2008.