lunes, 26 de octubre de 2020

Cuando el pueblo le pierde el respeto al tirano / poema de Clemente Riedemann

 


Nunca se sabe cómo terminará, ni cuándo, un grito de rebelión que se ha echado al viento. Lo cierto es que en determinados momentos, a veces impensados, el pueblo dice basta. Y en ese decir basta recupera luchas previas, rabias ancestrales, se sacude injusticias seculares.

La reacción del pueblo chileno hace más de un año ante un nuevo abuso, plasmado en el aumento injustificado del transporte público, derivó en una serie de protestas que se transformaron en una verdadera rebelión popular. Su onda expansiva promete barrer con los vestigios del pinochetismo, arraigado en las instituciones chilenas a fuerza de maniobras palaciegas y defecciones políticas de una democracia enclenque, como tantas en Nuestra América.

Hoy el pueblo escribió otra carilla en esa historia, precedido y seguramente ratificado por movilizaciones callejeras.

Hoy el pueblo reafirma que los tiranos no son invencibles, no son inmortales, su legado no es imperecedero.

Para refrescarlo, poema de Clemente Riedemann, chileno.

 

Nunca se sabe cómo terminará, ni cuándo, un grito de rebelión que se ha echado al viento.

Algunos no terminan nunca.

 

***

 

De cómo la indiada les perdió el respeto a los caballeros

 

Los indios creían
que el español y su caballo
eran ambos una sola piedra irreductible.

Sin embargo, con el tiempo
disolvieron ellos en su mente
esa hermosa costra primitiva.

Un día dieron caza a un gran caballo
y lo pusieron en tierra
y lo mataron a palos.

Después ahumaron la carne
y se la comieron.

Y como no se indigestaron
vieron ellos que era bueno.

Pero el winka, cual cola de lagarto
continuaba aún en movimiento.

 

Entonces vieron los mapuches
con los huilliches y pikunches
que el español era a ellos
casi en todo parecido.

Que también tenían pelos
y miedo en los bolsillos.

Y que caían al suelo

y se podrían.

Entonces los indios construyeron
el siguiente silogismo:

“TODOS LOS WINKAS SON MORTALES”.

Y vieron ellos que era bueno
darse cuenta que eran hombres
y no demonios ataviados
con las camisetas del cielo.

 

Clemente Riedemann; en el poemario Karra Ma’wn; 1984.

Recogido en la antología Poesía revolucionaria chilena; 2014.

viernes, 7 de agosto de 2020

Papeles sueltos: las composiciones finales de Miguel Hernández


Papeles sueltos: las composiciones finales de Miguel Hernández

 

I - El hambre, la honra y un paréntesis

 

Miguel escribe. En hojas de cuaderno, cuando dejan que ingresen hojas de cuaderno; o en algún trozo del escaso papel higiénico que los guardiacárceles le dan en esas prisiones donde hay carencia de todo, menos de penurias, frío y piojos. “Estoy pasando más hambre que el perro de un ciego y que uno de quien ve, pero no tiene nada que darle”, se permite ironizar con un lápiz y un pedazo de papel, que serán una carta a su amada. El poeta había estado detenido, había recibido las palizas de rutina de la Guardia Civil al ingresar al presidio, había rotado en distintas cárceles (Huelva, Sevilla) y –por algún misterio que ni los historiadores actuales ni los burócratas del franquismo de entonces saben a ciencia cierta- había sido liberado. Su libertad duró apenas doce días, entre el 17 y el  29 de septiembre de 1939. España era, y lo sería por unas cuatro décadas, el lugar donde los dueños de todo se cobrarían revancha ante el atrevimiento de un pueblo que había desafiado la impunidad secular de los ricos, de la iglesia, de los reyes. Miguel no fue la excepción. Liberado en Madrid, regresa a Orihuela, desoyendo las recomendaciones de sus amistades que lo instaban a exiliarse tan pronto como pudiese. En su tierra natal lo reciben su amada, su hijo, familiares y algunos amigos. Pero también enemigos: es denunciado anónimamente y vuelto a encarcelar.

Ya prisionero otra vez, en Orihuela, le escribe a su amada Josefina, en carta de finales de septiembre, sin fechar en el original, pero probablemente del día 30: “A nuestros paisanos les interesa mucho hacerme notar el mal corazón que tienen, y lo estoy experimentando desde que caí en manos de ellos. No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca, o mi mucha inteligencia, mi poco o mucho corazón, desde luego mis dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble. Ellos preferirían que fuese un sinvergüenza. Ni lo han conseguido ni lo conseguirán. Mi hijo heredará de su padre, no dinero; honra. Pero no esa honrilla que se consigue a fuerza de mentir y seguir la corriente de la peor gente disfrazada de mejor. Tú sabes cuál es la honra que quiero para nosotros y nuestro hijo: la de nuestro cariño y nuestra vida puestos a su servicio y a su cuidado del modo más hermoso.”  

Quien escribe esos renglones no ha cumplido aún los 29 años. Sin embargo, lleva ya sobre su espalda una guerra, y una derrota. Carga con la muerte de un hijo y la llegada de otro, a quien poco y nada pudo ver. Dos cárceles. En el estómago, el hambre.  Y en su destino de presidio, un paréntesis, donde no cabe toda la belleza de sus versos, que seguirán aleteando.

 

II – Un cuaderno entre dos cárceles

En ese paréntesis de doce días, entre otras cosas, Miguel entrega en mano a Josefina Manresa un cuaderno. En él, están reunidos setenta y nueve poemas que van desde los estertores de la guerra, y la muerte de Manuel Ramón, su primer hijo, hasta su fugaz libertad. El último poema, que clausura ese cuaderno que pese a su precariedad tenía vocación unitaria y estaba concebido para ser un libro, es nada menos que sus “nanas de la cebolla”. Escrito, entonces, entre octubre de 1938 y septiembre de 1939, entre una ausencia y otra, una cárcel y la subsiguiente, este Cancionero y Romancero de Ausencias (así lo titula su autor) será el puntapié para reunir en un proceso de edición que se fue completando póstumamente con más composiciones del poeta, otros cincuenta y ocho textos.

Su nueva etapa en prisión sería definitiva. En el juicio que le llevan adelante se enfrenta a un tribunal encabezado por Manuel Martínez Margallo, un magistrado cuyos antecedentes eran haber sido escritor y humorista, pero que ahora ocupaba un estrado e impartía condenas a muerte con la misma solvencia con la que antes repartía malos chistes. Varios de sus condenados al paredón fueron escritores republicanos, algunos de ellos no solo por su fervor revolucionario sino por estar enemistados personalmente con tan particular juez. En el caso de Hernández, comunista confeso, fue sentenciado a pena capital y, luego de meses de incertidumbre, ésta fue conmutada por 32 años de condena.

Pero pese a este cambio en la sentencia, la tuberculosis inoculada por la mala alimentación y el frío, y favorecida por la falta de atención médica, terminaría con los días del poeta unos dos años después.

La España franquista campeaba: la del caudillo enano y los ricachones prepotentes; la de Federico fusilado, junto a millares de asesinados, de exiliados y presos políticos; la de los bebés apropiados y las fosas comunes; la de un bufón puesto a emitir sentencias. Pero también, la que no pudo acallar la voz rebelde de sus poetas, pese a la cárcel, pese a la muerte.

 

III - Un rayo que no cesa

En la página final de su cuaderno destartalado, escrito a lápiz, y con hojas faltantes, Miguel había anotado: “En la cuna del hambre/mi niño estaba./Con sangre de cebolla/se amamantaba./Pero tu sangre,/escarchaba de azúcar/cebolla y hambre”. Esos versos, llenos de pena y ternura, antes habían sido enviados en una carta fechada el 12 de septiembre de 1939, armada con retazos de papel, y desplegando estas líneas: “Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando estas coplillas que he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme.”

Hernández supo cultivar, aún en los más duros momentos, una poesía esperanzada. Supo de esa alquimia que transforma el dolor más hondo en la belleza más cristalina. Junto a la inocultable congoja que tanta muerte y tanta cárcel sembradas le habían producido, supo dar cobijo a una voz que buscase el porvenir, incluso cuando no lo hubiera.

 

Los últimos versos que escribió en su existencia el poeta, en su lóbrego “Eterna sombra”, sostienen: “…Pero hay un rayo de sol en la lucha/que siempre deja la sombre vencida”.

Hoy es noticia que en Madrid la nueva derecha se empeña en fracasar contra Miguel, borrando sus versos en el memorial a las víctimas del franquismo. Un intento más, entre tantos, como los cientos por confiscar sus libros o impedir que se leyeran durante décadas. No pudieron, y tampoco podrán ahora, silenciar sus versos. Se sabe, y él mismo lo escribió: no hay quien detenga al rayo prisionero en una jaula.

 

Mariano Garrido

 

Textos citados y correspondencia, extraídos de Obra Completa; Espasa Calpe

martes, 2 de junio de 2020

Un viejo blues y una nueva revuelta por George Floyd



Una coordenada imprecisa: de este lado del Río Bravo o de aquél. Negros de las orillas del Misisipi, o de la ribera rioplatense; pueblos Qom, mapuches, negros, chicanos. La injusticia es la única prenda heredada; los cuerpos castigados, como "fruta extraña" balanceándose en un árbol. El linchamiento como amenaza que se cumple. El gatillo fácil como certeza de que no se va a morir de viejo. 
Una respuesta: la rebelión, impredecible a veces, como rima necesaria ante tanta violencia de los que mandan.
Un poeta: Langston Hughes; escritor negro al que no nos cuesta ubicar en algún arrabal blusero. Aquel que visitó la España bajo las bombas, aquella que reunía intelectuales antifascistas. Allí, Hughes supo dónde ubicarse... En una coordenada precisa y con una respuesta clara en sus labios. 
Un grito: yo, también, soy América.

***

YO TAMBIÉN



Yo también canto, América.
Soy el hermano oscuro.
Me hacen comer en la cocina
Cuando llegan visitas.
Pero me río,
Y como bien,
Y me pongo fuerte.

Mañana
Me sentaré a la mesa
Cuando lleguen visitas.
Nadie se animará
A decirme
"Vete a la cocina"
Entonces.

Además, verán lo hermoso que soy
Y tendrán vergüenza,-

Yo, también, soy América.


Langston Hughes;
poema traducido en 1931 por J.L. Borges para la revista "Sur"
y en 1933 por R. Alberti para "Octubre"

martes, 24 de marzo de 2020

24 de marzo: no hay perdón, no hay olvido



En días de pandemia, nos toca atravesar un 24 de marzo donde el pueblo no ganará las calles. En una reclusión que simula un exilio de bolsillo, presenciamos cómo esta crisis sanitaria nos debate entre la consolidación autoritaria de un sistema que provoca y propaga muerte, y la necesidad cada vez más nítida de superación histórica.

No hay valijas para acomodar ninguna pilcha y escapar a ningún lugar. No hay plan de evasión posible, salvo un salto adelante. "Ni a irse ni a quedarse, a resistir", escribió Gelman. Zafarse para seguir peleando, como miles de exiliados. 

Versos dedicados a los 30.000 que no están; a los que tuvieron que irse; a los que no dejaron de luchar. Al poeta Julio Huasi, y por su intermedio, a todas y todos ellos. A quienes haremos presentes como sea; cubriendo con nuestros pasos alguna plaza, o a los gritos desde cualquier ventanal.

Para los genocidas de ayer, para sus discípulos de hoy: no hay perdón, no hay olvido 

***


Menos que cero

“…recen ahora, dueños del mundo.”
Julio Huasi; “derrotas”


Una libreta con nombres tachados es menos
que una libreta en blanco.
Una foto en la que brotan cruces donde había rostros
inquieta más que un retrato vacío.
Pareciera que esta noche no habrá una multitud
cantando himnos al triunfo venidero, sino
una caravana atascada en la oficina de migraciones.
(Las valijas de casi todos llevan
libros, un reloj de algún abuelo
pero también calzoncillos gastados, jarabes,
un desafilado cortaúñas.
Y hasta hay quien metió en su baúl, entreverado,
un puñado de tierra. Ninguno porta,
por ejemplo,
la garúa de junio lustrando el empedrado,
ni el humo subiendo desde la hojarasca
en cierta ochava o desde la infancia, ni tampoco
retazos de atardecer alguno
frente a un río que también
es clandestino.)

En una habitación ocupada por una madre
que llora al hijo que no podrá enterrar
cabe más soledad
que en un cuarto vacío.

Julio no cambia de bandera,
pero marcha hacia el exilio.
Lleva una puteada entre los dientes; lleva
una libreta, una foto, una valija;
lleva el hueco que le dejan compañeros
cuyas madres los lloran en un cuarto.

Lleva todo eso. Va pechando él solito contra el resto
con un poco menos que nada.

  

Mariano Garrido
 

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