Unas doscientas personas cortan las calles de una esquina
muy transitada en la ciudad, ante la mirada casi paternal de los agentes de
policía. (El color, el perfume y los accesorios de estos noveles manifestantes son
muy distintos a los de quienes habitualmente cortan las calles en el país; la
actitud de la policía, lógicamente, también lo es).
Quienes cortan las calles llevan carteles que
lamentan la muerte del fiscal que, con o sin ayuda, apareció suicidado. “Yo soy
Nisman”, dicen. El fiscal, hasta hace
poco asiduo visitante de la Embajada de EE.UU., excesivamente permeable al
lobby del Mossad y el FBI, y aparentemente examigo de los servicios de
inteligencia locales y de la Casa Rosada, es llorado en nombre del
republicanismo y la independencia de la justicia.
A metros de la manifestación, un pibe que
junta papeles y cartones entre la basura, también algo extrañado por lo
pintoresco del caso, se detiene a mirar a los novedosos piqueteros de torres de
departamentos. Tendrá unos doce o trece años, tal vez; y una talla bastante más
pequeña que la de su edad. Y, además, una cara bastante más curtida. “¿Quién
salvará a este chiquillo / menor que un grano de avena?”; imposible que no
resuene en los oídos aquel poema de Hernández. Y no por provenir de la
manifestación de la esquina, que le da literalmente la espalda al pibito.
No habrán de salvarlo ellos, pienso. Ni sus
carteles ni sus fiscales.
***
Gustavito
Imposible
no pensar en Gustavito,
en que es
invierno en Mataderos (imposible:
uno va
y se sumerge
en la
avenida de adoquines plagados de luna
y
bulevar al medio);
imposible
no verlo
sentado
en un umbral o en la vereda
en esas
noches en que la bruma
se
arrastra al ras del piso y lo lame.
(Su
cara iba surcada
por la
gracia de una medialuna
de
dientes desparejos; su chifladura,
de las
cejas a la boca,
desmintiendo
a esa mufa que arrincona al alma
contra
una esquina del pecho.)
Ahí pasa
Gustavito callejeando (la calle es de tierra y él
va
jugando a la escondida con la suerte, rejuntando
moneditas
de lata, perdiendo
carreras
con su sombra; mostrando
desde
el filo de sus ojos serios
que se
deja de ser chico
cuando
se sabe que uno nunca
va a llegar
a viejo).
Ahí
está el cuento que cuentan las vecinas
donde a
Gustavito lo corren y lo alcanzan
y de
cuatro tiros un cana se lo carga
en un
atraco flojo, de esos
que no
pagaban ni un susto.
(Es la
noche la que va cargada de agujeros:
imposible
no verte entre la bruma
a vos,
tu cara de pibito asomándose con
tu
perfil de atardecer pálido, con tu
mano
tibia y vacía, y con el mero
eco que
dejó tu risa cuando aún no sabías, Gustavito,
que
había cuatro balas esperándote impacientes.)
Mariano
Garrido