sábado, 28 de julio de 2018

Poesía para matar a la muerte; poesía para hablar del día




Valencia, España; julio de 1937. Los escritores en defensa de la cultura y en contra del fascismo se reúnen en un congreso. Lo hacen en una España bombardeada por los militares golpistas y por la aviación nazi, aviación que dos meses antes arrasó Guernica masacrando cientos de civiles.
En una ponencia colectiva, los escritores congregados en Valencia declaran:
“…Nosotros, jóvenes escritores, artistas y poetas, para conquistar esa categoría humana a que aludimos, (…) declaramos aquí, en un Congreso de Escritores precisamente, que como escritores y artistas y como hombres jóvenes, luchamos, disciplinada, serena y altivamente, sin demagogia, sin truculencia, allí donde el pueblo español nos diga. (…) Así, con una responsabilidad serena y muy consciente y voluntaria disciplina, queremos colaborar con nuestro pueblo a ganar la guerra, a conquistar por ese único hecho, sólo y sencillamente: el hombre”.
Entre quienes suscriben esa declaración se encuentra Miguel Hernández. Como varios de sus compatriotas, sabrá sostener con su cuerpo aquellas palabras.

(Fotografía: Miguel Hernández en el Congreso de Escritores Antifascistas; Valencia, 1937)

Viernes 3 de agosto, 18.30hs. Presentación de Miguel Hernández. Un ruiseñor en la batalla. 
Av. Belgrano 2527. (CABA) 

***


LLAMO A LOS POETAS

Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.

Con ellos me he sentido más arraigado y hondo,
y además menos solo. Ya vosotros sabéis
lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo.
Andando voy, tan solos yo y mi sombra.

Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Garfias,
Machado, Juan Ramón, León Felipe, Aparicio,
Oliver, Plaja, hablemos de aquello a que aspiramos:
por lo que enloquecemos lentamente.

Hablemos del trabajo, del amor sobre todo,
donde la telaraña y el alacrán no habitan.
Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros
de la buena semilla de la tierra.

Dejemos el museo, la biblioteca, el aula
sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo.
Ya sé que en esos sitios tiritará mañana
mi corazón helado en varios tomos.

Quitémonos el pavo real y suficiente,
la palabra con toga, la pantera de acechos.
Vamos a hablar del día, de la emoción del día.
Abandonemos la solemnidad.

Así: sin esa barba postiza, ni esa cita
que la insolencia pone bajo nuestra nariz,
hablaremos unidos, comprendidos, sentados,
de las cosas del mundo frente al hombre.

Así descenderemos de nuestro pedestal,
de nuestra pobre estatua. Y a cantar entraremos
a una bodega, a un pecho, o al fondo de la tierra,
sin el brillo del lente polvoriento.

Ahí está Federico: sentémonos al pie
de su herida, debajo del chorro asesinado,
que quiero contener como si fuera mío,
y salta, y no se acalla entre las fuentes.

Siempre fuimos nosotros sembradores de sangre.
Por eso nos sentimos semejantes del trigo.
No reposamos nunca, y eso es lo que hace el sol,
y la familia del enamorado.

Siendo de esa familia, somos la sal del aire.
Tan sensibles al clima como la misma sal,
una racha de otoño nos deja moribundos
sobre la huella de los sepultados.

Eso sí: somos algo. Nuestros cinco sentidos
en todo arraigan, piden posesión y locura.
Agredimos al tiempo con la feliz cigarra,
con el terrestre sueño que alentamos.

Hablemos, Federico, Vicente, Pablo, Antonio,
Luis, Juan Ramón, Emilio, Manolo, Rafael,
Arturo, Pedro, Juan, Antonio, León Felipe.
Hablemos sobre el vino y la cosecha.

Si queréis, nadaremos antes en esa alberca,
en ese mar que anhela transparentar los cuerpos.
Veré si hablamos luego con la verdad del agua,
que aclara el labio de los que han mentido.


Miguel Hernández;

del libro El hombre acecha, 1937
 

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