Hace cosa de un año los que no tienen dos metros de tierra para morirse, la tomaban sin pedir permiso. Hace cosa de un año, los dueños de la tierra convencían otros parias de que la tierra que les negaban y la tierra de ese baldío que los pobres tomaban eran la misma cosa. Hace cosa de un año, policías y punteros le daban a tres paisanos, en la muerte, los dos metros de tierra negados en vida.
Hay un hueco en las libretas de apuntes y poemas para recordar que hace un año pasaba esto. Para recordar en medio de una ciudad que no detiene su ritmo febril para conmoverse en memoria de estos muertos que tienen el color de la tierra (pero no la tierra), muertos de manos callosas (pero sin lo que ellas creaban).
Albañiles, costureros, cartoneros; peones para todo trabajo, expertos a golpes en lo que mande el patrón, siguen cosiendo hasta dejar la vida, levantando casas que no habitarán, revolviendo basura en busca de lo que sea. Los asesinos del Indoamericano también siguen en lo suyo. Los ministros y gobernantes, en sus puestos. La tierra, ajena.
(Y la lucha, también: latiendo y esperando hasta que amanezca. Como hace cosa de un año.)
***
Pies en la tierra
Espera la tierra
un par de pies descalzos y una canción
de mate cocido. Que un techo
de mate cocido. Que un techo
le pongan y un pedacito de niñez
le recorra la espalda. Que un azadón
entreteja el esqueleto de la vida cotidiana.
El agua en las canillas y el viento
visitando la ventana. Eso quiere la tierra.
Luz que recorte el juego de las cartas
o las cuentas de un cuaderno papel araña.
Que el pan y el vino se desparramen
en el mantel y la oscuridad
certifique el comienzo
de un hijo o el puro juego
del amor. La antena captando noticias
y besos venezolanos,
un perro que avise que viene el vecino
a pedir algo. Que el fuego
con el agua chamuyen del otoño.
A Rosemary quiere, a Bernardo y a Juan.
La tierra anda buscando un puñado
de corazones que respondan con su pulso
y la tomen
y le hagan la vida encima.
En Lugano o en Jujuy o en La Primavera
la tierra pide a gritos que no la dejen sola,
que no reconoce la firma de un dueño,
que el cielo la aburre,
que no le ordenen el desalojo,
que no la rieguen con sangre otra vez.
Pablo Macías
(Inédito)